Ciudad Juárez. Cruzar el área de oración y el comedor comunitario del templo El Buen Pastor, desde la puerta de entrada hasta el altar, era imposible; el piso estaba cubierto de colchonetas donde dormían decenas de migrantes, recuerda Martha Esquivel y narra cómo tuvieron que orillar los bancos de madera para abrir espacio, y recibir cada vez a más personas que llegaban de otros países.
“Recuerdo que podían llegar de día y de noche, en la madrugada, sin avisar, y nosotros los teníamos que aceptar”, dice Martha, de 59 años, voluntaria en la cocina del templo donde habilitaron el albergue El Buen Samaritano, que ha alimentado a miles de migrantes que llegaron para cruzar a Estados Unidos.
Aunque el lugar operaba como comedor desde el 2011, en octubre del 2018 recibió por primera vez a un grupo de cerca de 90 personas que agentes del Grupo Beta, encargados de auxiliar a migrantes en el país, llevaron hasta su puerta. A los pocos días ya eran más de 250; el refugio, atendido por el pastor Juan Fierro García y su esposa María Dolores, estaba abarrotado.
Desde entonces, las políticas migratorias de Estados Unidos convirtieron a Ciudad Juárez en uno de los puntos de concentración masiva de migrantes, principalmente de países centroamericanos, como Guatemala, El Salvador y Honduras, así como de estados del surponiente de México, como Michoacán y Guerrero, que llegan a esta frontera, colindante con El Paso, Texas, con la intención de cruzar a Estados Unidos.
La situación se agudizó por el flujo de personas migrantes retornadas desde Estados Unidos bajo el Protocolo de Protección a Migrantes (MPP), un programa iniciado por el gobierno de Donald Trump en enero de 2019 que obligó a solicitantes de asilo a esperar en México, y en marzo del 2020, con el inicio de la pandemia, por la orden de salud pública conocida como Título 42 impuesta por la misma administración estadounidense ante la expansión de la COVID-19, mediante la cual justificaron la expulsión de migrantes.
Tan sólo en 2021, en medio de la pandemia, las expulsiones de migrantes desde el otro lado de esta frontera aumentaron casi cuatro veces, lo que encendió la alerta de los albergues –operados en su mayoría por organizaciones civiles y religiosas– así como de las autoridades, quienes tuvieron que hacer frente a las dificultades para atender esta nueva oleada en medio de una contingencia de salud.
Cifras de la oficina de Aduanas y Protección Fronteriza de Estados Unidos (CBP, por sus siglas en inglés) exhiben que 430 mil 457 personas han sido detenidas en el sector de El Paso, Texas, de octubre del 2018 a septiembre del 2021.
A partir del 2018 en los albergues comenzó a haber “una situación extraordinaria” por la llegada masiva de personas. Antes de eso daban servicio a un flujo de migrantes relativamente bajo, explica Rodolfo Rubio Salas, investigador social del Colegio de Chihuahua (Colech) y experto en materia migratoria.
Antes, quienes llegaban a los albergues eran principalmente personas mexicanas, en su mayoría deportadas por Estados Unidos, pero en 2018 empezaron a llegar a Ciudad Juárez ciudadanos de Cuba y de otros estados de México, que se habían desplazado desde otros puntos de la frontera al intentar solicitar asilo sin éxito.
Esta oleada de personas puso a esta comunidad en una situación inédita, al pasar de ser una ruta de migrantes a una sala de espera para miles.
La situación se complicó con la expansión del coronavirus en la ciudad, con albergues en condiciones de hacinamiento, algunos migrantes enfermos y sin dinero para comprar medicamentos.
Conforme iba escalando la magnitud del fenómeno migratorio, cientos de hombres y mujeres se sumaron, aun en medio de la pandemia, para hacer frente a una crisis humanitaria: registrando las llegadas de migrantes, cocinando cenas calientes, en la ampliación y construcción de edificios que no estaban preparados como albergues, convirtiendo áreas de oración de templos en dormitorios, con atención médica, psicológica o convirtiéndose en proveedores.
Detrás de la necesidad humanitaria que ha azotado a Ciudad Juárez, está el trabajo y los rostros de juarenses que les abrieron los brazos.
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Una noche de noviembre, como en muchas ocasiones, Martha escuchó que tocaban el portón que da al patio del templo. Esta vez, ya sin espacio en el albergue, la voluntaria no podía dar acogida a más personas.
“Me dijeron: ‘Si tan siquiera nos dejaras entrar al patio estaríamos más seguros’”, cuenta Esquivel, pero tuvo que negarles la entrada. Sin embargo no podía dormir, pensaba en las personas que dejó a la intemperie.
“Déjalos pasar y nosotros les hacemos un lugar aquí”, le comentaron otros migrantes que se encontraban en el albergue. Las personas aún permanecían afuera, aferrándose al portón y temblando de frío. “Los pasé, pero cuando los miré me doy cuenta que venían cerca de 20 niños”. Los menores abrazados de sus padres y madres se ocultaban entre las chamarras y cobijas.
Esta situación visibilizó de una manera más contundente la realidad de movilidad humana en la frontera para los residentes juarenses, afirma Blanca Navarrete, directora de la organización Derechos Humanos Integrales en Acción (DHIA).
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“Todo esto ha mantenido a Juárez en tres años consecutivos de una demanda de atención humanitaria permanente, que no habíamos visto más que en otras fronteras, como Tijuana”, advierte.
Eso detonó que organizaciones y colectivos, o personas en lo individual, buscaran la manera de apoyar de manera esporádica, afirma Blanca, “pero también hubo quienes se sumaron ya de forma continua en el trabajo humanitario a las personas en movilidad”.
Una de las razones que Navarrete considera el motor de esa acogida extraordinaria a los migrantes en los últimos tres años, es el origen de los habitantes de Ciudad Juárez: cerca del 40 por ciento son migrantes y llegaron principalmente de otros estados de México, con el objetivo de alcanzar territorio estadounidense o para quedarse trabajando en la industria maquiladora.
“Somos una comunidad conformada por muchas personas de muchos estados, entonces dar este acogimiento es reconocer la propia historia de la ciudad”.
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José Uzueta, pastor de la iglesia evangelista Alabanzas al Rey, cuenta que a finales del 2018 el Consejo Estatal de Población llamó a una reunión para solicitar apoyo con la recepción de las personas migrantes.
“Aquí en el templo se quedaron muchos en colchonetas en el piso y fue así que empezamos a acogerlos, porque de otra forma estarían en la calle”, afirma.
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En un espacio que solía usarse como salón de eventos y posteriormente como el templo de la iglesia, acomodaron lateralmente decenas de colchonetas que iban desde la base del altar hasta la entrada. Los que no alcanzaron colchón se acomodaban en cobijas o en las bancas del templo.
Cuando se le hizo la misma solicitud al templo Solus Christus, el pastor Rodolfo Barraza consideró que no. Su hijo Andrés Barraza y otros voluntarios de la comunidad ya habían apoyado al gobierno estatal cocinando la cena para más de 600 migrantes, alojados provisionalmente en el Gimnasio del Colegio Bachilleres.
“Cuando me dicen que se quedaron 54 personas a la intemperie y esa noche estando bajo cero no sabía qué hacer”, dice Barraza. “Pensé en Santiago 4:17. Si sabes hacer algo bueno y no lo haces se te toma por pecado, entonces dije que sí.”
En marzo del 2019 llegó otro reto a la ciudad con la extensión del Protocolo de Protección a Migrantes a El Paso, que devolvió a miles de personas y familias a México para esperar el largo proceso de acudir a sus citas en las cortes estadounidenses y pedir asilo humanitario.
Bajo el esquema de MPP, el Instituto Nacional de Migración registró la devolución de 20 mil 649 migrantes por Ciudad Juárez hasta el 31 de marzo del 2020, según datos de una encuesta realizada por la Organización Mundial para las Migraciones.
“Fue en agosto del 2019 cuando realmente la cantidad de flujo migratorio ya había descendido en términos de la llegada, pero la gente seguía en la ciudad esperando una primera cita para formalizar la solicitud de asilo”, explica Rubio. Esos casos se iban juntando con aquellos que ya habían sido atendidos y que formaban parte de este programa conocido como “Quédate en México”. Estas largas esperas, de hasta dos años, impusieron la necesidad de más espacios humanitarios en Ciudad Juárez.
El alto flujo de movilidad humana se complicó aún más cuando en el 2020 inició la pandemia de COVID-19 y bajo órdenes de los Centros de Control y Prevención de Enfermedades, las autoridades estadounidenses empezaron a retornar a los solicitantes de asilo bajo el Título 42.
Solo en el año fiscal 2021, autoridades migratorias estadounidenses han retornado a 146 mil 463 personas bajo el esquema del Título 42, según datos registrados por CBP hasta el mes de septiembre. Una cantidad que supera a todas.
El Gimnasio Municipal Enrique ‘Kiki’ Romero, que se acondicionó como albergue temporal, abrió en abril de 2021 con el propósito de recibir a migrantes retornados bajo la orden de salud y por la necesidad de espacios en la ciudad, y hasta noviembre del año pasado había acogido a más de 5 mil 300 personas, dice el exdirector de Dirección de Derechos Humanos Rogelio Pinal, quien fue coordinador del refugio.
La pandemia, el otro reto
Para marzo del 2020, los flujos migratorios que llegan a Ciudad Juárez habían disminuido, pero aquellas personas que alcanzaron la frontera se encontraban con albergues limitados en aforo para prevenir el contagio del virus SARS-CoV-2 y tuvieron que adaptarse a los retos que trajo la pandemia.
Las personas que presentaban síntomas o eran casos confirmados de COVID-19 pasaban la cuarentena en un hotel que tenía como función ser un filtro. Los albergues solo aceptaban a personas que habían cumplido con su cuarentena en el hotel, y además acondicionaron sus propios filtros en sus instalaciones.
La pandemia supuso otras dificultades, principalmente por la ausencia de asociaciones civiles y organizaciones internacionales que redujeron sus visitas a los albergues.
“Todas las organizaciones dejaron de ir a los albergues por la pandemia”, cuenta Lucero de Alva, voluntaria que imparte talleres educativos en distintos albergues de la ciudad. “Yo me encomendé a Dios y me puse doble cubreboca, porque era cuando más se necesitaban estas actividades”.
Para Martha Esquivel, la pandemia también significó trabajo agregado en limpieza y en los registros de personas. Ahora todos debían pasar por una cuarentena de 14 días en una habitación separada del resto. “Yo iba toda cubierta, me encargué de tomarles la temperatura, hacerles preguntas de cómo se sentían, aparte de registrar las entradas al albergue”, explica Martha.
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Bajo órdenes del pastor Juan Fierro, las únicas personas que podían salir del albergue eran Martha y su esposo, por lo que se convirtieron en el único contacto de los migrantes al exterior durante el confinamiento. Esto agregó la responsabilidad de hacer viajes a las farmacias y supermercados para comprar lo que se necesitara. Pero además de limitar los recursos de personal, hubo escasez de productos como papel higiénico y fórmula para bebés, recuerda Martha, quien se refugiaba en su fe para seguir sirviendo en medio de una pandemia.
“Le decíamos al señor que era su trabajo y su obra la que estábamos haciendo, entonces le pedíamos que nos protegiera”, dice la voluntaria.
La oficina del ministerio de Movilidad Humana, ubicada en la Catedral de Nuestra Señora de Guadalupe, se cerró y muchos de los voluntarios se fueron, dijo la coordinadora Cristina Coronado. Había cerca de 180 a 200 familias que procuraban las oficinas para recoger despensas y con la falta de empleos que ocasionó la pandemia, gran parte de la población que atendían ya no podía pagar rentas, ni recibían remesas de sus familiares en Estados Unidos que también habían perdido sus empleos.
Aun con un equipo reducido, Coronado no pensó en dejar de servir y consideró que más que nunca las poblaciones especialmente vulnerables requerían ayuda. La voluntaria solicitó más fondos a la Diócesis y al Ministerio San Columbano para comprar equipo de protección personal y generar más despensas.
“Lo que hicimos fue llevar comida a las familias que teníamos ubicadas. Íbamos vestidos como astronautas, con trajes y caretas. Dejábamos la comida, llevábamos renta, recorríamos toda la ciudad llevando lo que la gente necesitaba”, narra Coronado, quien en ese entonces sólo tenía la ayuda de otra misionera y algunas mujeres migrantes.
El trabajo que hizo durante el 2020 la aisló de su familia, apenas llegaba a su casa para bañarse y dormir. Ella se consideraba un riesgo y muchas veces tuvo miedo de contagiarse. Todos los días que dejaba su casa oraba y al regresar oraba de nuevo, pero la pandemia les dejó enseñanzas, dice Coronado.
“Tengo mucho más confianza ante cualquier cosa o evento que se nos venga y que siempre habrá alguien dispuesto a dar los recursos. Nosotros ponemos nuestras caras, nuestras manos y nuestro trabajo.”
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Flujos cambiantes
Además de que el flujo migratorio incrementó, también se presenció un cambio en la demografía de las personas migrantes que llegaban a Ciudad Juárez, señala Rubio, investigador del Colech.
Anteriormente eran hombres que buscaban cruzar la frontera, pero desde el 2018 eran en su mayoría familias expulsadas de sus lugares de origen por la violencia, que migraban para pedir asilo humanitario, un proceso tardado que implicaba una estancia más larga en los albergues. Entre más personas llegaban a solicitar asilo, las esperas se extendían.
Para diciembre del 2018, los albergues en la ciudad reportaban estar saturados y ya no aceptaban a más personas. En febrero del 2019, 11 iglesias evangelistas y católicas se acondicionaron para recibir al alto flujo migratorio en la ciudad.
Adaptarse al movimiento migratorio y asegurarse de brindar un acogimiento digno fue un reto para quienes se encargaban y hacían voluntariado en los albergues, que en un principio consideraron que la necesidad de ayuda humanitaria sería pasajera. No fue así.
Cuando Rodolfo y Lilia Barraza recibieron al primer grupo de migrantes, los acomodaron en el templo ubicado en la zona sur de la ciudad, en la calle Del Granjero. Fue el organismo estatal de COESPO quien les facilitó los colchones para acomodar a las más de 40 personas, pero en otras necesidades los pastores dependieron del apoyo de la comunidad de la iglesia.
“Nunca hubo planes de abrir un albergue para migrantes. Mi esposo, mi hijo y yo estábamos muy a gusto en la iglesia sirviendo al señor. Sabíamos que (los migrantes) estaban en el puente. Sí nos movió el corazón y queríamos ayudar, pero en sí nunca se nos ocurrió iniciar un albergue”.
La mujer consideraba que la necesidad humanitaria de dar acogimiento a los migrantes duraría solo unos meses, pero Solus Christus ya está cerca de cumplir su tercer año como un refugio para migrantes.
“Fue un alivio siempre tener algo que darles de comer”, dice Lilia.
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Navegar con el dolor humano
José Uzueta estima que cerca de 350 migrantes han pasado por el albergue Alabanzas al Rey y, como pastor, muchos de ellos han confiado en él, al estar sentados frente al altar.
“Yo me sé la historia de casi todos. Cada una es diferente y cada una te impactará mucho”, dice Uzueta. El hombre asegura que es importante escucharlos para que puedan “descansar de ese dolor que han llevado”.
Atender a personas que llegan desde lejos, huyendo o en busca de una nueva vida es cansado, tanto físicamente con las tareas del día a día, como emocionalmente.
Es “navegar con el dolor humano”, afirma Blanca Navarrete, la directora de DHIA, quien se ha dedicado por años a la atención de grupos vulnerables, como son los migrantes.
“Hay un desgaste muy fuerte emocional y físico en las personas que ofrecen este trabajo. Para nosotros, finalmente, ellos son personas defensoras de la vida digna”, dice Navarrete.
Además de coordinar el funcionamiento del albergue y el pago de los servicios, muchos asumen la responsabilidad de dar protección a cientos de personas y asegurar su alimentación.
“Sí, es cansado”, reconoce Uzueta. “Pero en ese cansancio vas aprendiendo cómo sobrellevarlo y cómo llevar esas cargas para sentirte fortalecido al día siguiente”.
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Navegar con el dolor humano
Ante el panorama, Alejandra Ortigoza, psicóloga experta en temas de violencia y que presta servicios en diversos albergues de Ciudad Juárez, considera que es importante cuidar la salud mental de las y los cuidadores de migrantes.
Las personas voluntarias deben estar conscientes de posibles síntomas, resultado del exceso de trabajo, que a menudo son muy sutiles, como el cansancio, la irritabilidad y la tensión física, dice Ortigoza. Con el tiempo estos síntomas pueden evolucionar a consecuencias médicas más graves como la fatiga crónica, dolores de cabeza, migrañas, gastritis y colitis… se puede llegar a la primera etapa del burnout o estrés crónico.
“Están viendo personas que tienen muchas necesidades diariamente. (El burnout) los conlleva a que los cuidadores presenten mecanismos de defensa que no son los más óptimos”, explica Ortigoza. Entre estos mecanismos se encuentra la despersonalización y el distanciamiento emocional que los lleva a no trabajar de la mejor manera.
Desde octubre del 2018, Martha Esquivel, voluntaria en el albergue El Buen Samaritano no había tomado un descanso. Esquivel permanecía 24 horas en el templo. Su rutina era despertar a las cuatro de la mañana y oraba antes de preparar el desayuno para cerca de 200 personas. También cocinaba comida y cena, y terminaba la limpieza y las labores hacia las ocho de la noche.
Su esposo Armando Guerrero también ayudaba con el mantenimiento del templo y a transportar alimentos, donaciones y en caso de ser necesario llevar a personas al hospital. Fue en mayo del 2021 que Esquivel y Guerrero decidieron al fin tomar un descanso.
“La verdad me sentía muy cansada”, dice Esquivel mientras recuerda que se apoyaba en la mesa de la cocina del templo por los calambres que sufría en las plantas de los pies.
Es importante que los cuidadores tengan una variedad de espacios y dinámicas para que no permanezcan completamente inmersos en las actividades de los albergues, dijo Arlene Woelfel, psicóloga en el Centro de Derechos Humanos Paso del Norte. Las personas voluntarias y encargadas de los albergues en su mayoría sirven en las iglesias y templos, y no solo permanecen en estos espacios de refugio para atender migrantes, sino también para cumplir su vocación religiosa.
“Pueden hacerlo continuamente por un año o dos, pero lo que a menudo pasa es que las personas trabajan de esta forma sin darse cuenta que sus niveles de tolerancia tienen límites,” dice Woelfel.