La libertad de expresión se ejerce, no se pide

En Ecuador hay una forma de sobrellevar las injusticias: esperar que el dolor que generan pase con el tiempo. Es un bálsamo de origen religioso y, ahora, que tres familias de periodistas viven el luto por su secuestro y posterior asesinato en Colombia –fueron raptados en el país–; la impunidad es un fantasma que cubre este hecho, pues los responsables de estos crímenes no solo son los terroristas, sino varios organismos como los ministerios del interior y de defensa, principalmente y sus representantes.

Nada se puede exigir a las familias de las víctimas, pero a los reporteros –entre quienes están los amigos de Javier Ortega, Paúl Rivas y Efraín Segarra– nos queda mucho trabajo que hacer, muchas cosas que investigar y verdades que revelar.

En Ecuador, el periodismo ha vivido una década de desprestigio orquestada por un ex presidente –Rafael Correa Delgado, en el poder de 2007 hasta 2017– que usó a la prensa como el enemigo a batir incluso antes de ser primer mandatario, cuando fue candidato y apuntó su retórica hacia los periodistas con generalizaciones burdas que, además, dieron lugar a una Ley –orgánica– de Comunicación, cuya premisa es que quien maneja información puede hacerlo con ‘mala fe’. Una ley que sirve más para sancionar que para garantizar derechos.

En Ecuador, la censura ulterior se puede ejercer contra cualquier medio de comunicación a criterio de un funcionario público, llegando a imponer multas millonarias y exigir disculpas públicas. Además, los departamentos de comunicación organizacional de las dependencias del gobierno han llegado a dictaminar lo que debe y no debe publicarse. La propaganda, por tanto, aparece en las páginas de los periódicos en letra más grande que las de las noticias, sin distingo, y así ocurre también en los noticieros de radio y televisión.

En Ecuador, sí –lo sabemos todos los reporteros– hay censura previa, autocensura y otras formas variadas de este vicio antidemocrático.

Lo saben muy bien los colegas que estuvieron en el ECU 911 –sede del Servicio Integrado de Seguridad, en Quito– la noche del jueves 12 de abril, cuando un puñado de ellos pidió la renuncia del entonces Ministro del Interior, César Navas, ante la desinformación que arrojó sobre los tres periodistas secuestrados y sobre quienes el gobierno nacional aplazó la confirmación de su muerte –hasta la mañana siguiente– a manos de una organización criminal.

Aún no queda claro en qué términos intentaron negociar o si nunca lo hicieron. Las contradicciones están latentes, pero seguimos publicando, con énfasis y casi sin contrastes, lo que los funcionarios dicen cuando apenas contamos lo que hacen u omiten.

En Ecuador, llega un momento de la tarde, luego del cierre de ediciones en los diarios más grandes, en que terminamos frustrados porque la parte de la información más relevante que recabamos no es narrada, se queda tras la altisonante versión del gobierno y eso, ahora, ocurre en todos los medios llamados tradicionales, sin excepción. Quizá el síntoma de que perdimos la esperanza se dio cuando, ante la verborrea amenazante y sostenida de Correa, a inicios de 2017, un grupo de organizaciones que velan por la libertad de expresión encabezados por FundaMedios trató de comprometer a los candidatos presidenciales de las últimas elecciones a que respeten esta libertad. Pero se trata de un derecho que –decirlo es obvio– debe ejercerse, no pedirse.

Tal vez el problema llegó a su punto más sintomático ahora que un grupo de directivos de medios que dialogan directamente con el Presidente de la República, Lenin Moreno Garcés, le han reiterado su compromiso de velar por la ‘unidad nacional’ y por el ‘manejo responsable de la información’.

Es como si los periódicos ingleses –que todos crecimos leyendo y admirando por su rigurosidad–, un día le juraran lealtad a la Reina y a la Patria y la elevaran al trono de fuente privilegiada, incuestionable, no merecedora de crítica alguna. Es así de inverosímil.

Moreno, también ha reiterado que garantizará la libertad de ser críticos. Aunque él no cumpla con esa garantía, hay que serlo. Vivimos en un país que tolera la impunidad a niveles obscenos, donde las instituciones son cómplices de tragedias que se pueden evitar y somos testigos de la desfachatez que eterniza la corrupción.

¿Cómo puede una nación tolerar que haya tantos desaparecidos (más de 4.000, según la Asociación de Familiares y Amigos de Personas Desaparecidas en el Ecuador-Asfadec?, ¿Cómo pueden sus periodistas comprobar los rumores latentes sobre narco-política sin seguir investigando sin sesgos ese tema?, ¿Cómo garantizar a los colegas su seguridad si –a más de dos meses de su retención forzada– los cuerpos de tres reporteros todavía no están en manos de sus familiares?, ¿Qué respuestas les dará el régimen a los padres de otros dos jóvenes que continúan secuestrados por el grupo criminal que ya nos ha afectado? ¿Por qué seguir sosteniendo aquella retórica de la “isla de paz” y la “unidad nacional” que, por cierto, oculta las inmundicias debajo de la alfombra o tras la bandera?

Un medio se renueva todos los días y a los reporteros nos queda la oportunidad de una nueva edición. Dejar de lado la reverencia a las autoproclamadas ‘fuentes oficiales’ depende de nosotros.

Sin aceptar del todo que estemos bajo el dominio de la posverdad –un término lleno de ambigüedades, sujeto a tantas interpretaciones–, sabemos que quienes la imponen son quienes detentan los poderes establecidos y cuyos efectos se hacen más profundos y graves porque nada garantiza que su manipulación de la opinión pública deje de quedar impune.

Luis Fernando Fonseca
(Quito, Ecuador, 1988) Periodista. Reportero de cultura desde hace tres años y medio en diario El Telégrafo. Colaboro en la revista CartóNPiedra de ese periódico y empecé cubriendo conciertos de metal, además de otros temas. Mantengo el espacio Cartón Rock y blogs nohayquiennospare.wordpress.com y naufragoensutinta.wordpress.com