Foto: Campaña #SigoSiendoPeriodista
Lucía Vergara García
Periodista multimedia
Hace poco más de diez años que Felipe Calderón declaró la guerra contra el narcotráfico y, de un momento a otro, los fotógrafos de vida cotidiana se convirtieron en reporteros de nota roja; nadie estaba preparado para los horrores que invadirían las calles y los centros comerciales.
Las playas dejaron de ser atractivo turístico para convertirse en escenas de crimen, la realidad nos obligó a replantear el paradigma acerca de la importancia de la fotografía como documento histórico dentro de la cobertura de violencia y el narcotráfico: ¿Cómo podría una imagen cambiar el rumbo de esta guerra?
De acuerdo con Vilém Flusser “La fotografía es una imagen de conceptos” condicionadas no sólo por la capacidad de la herramienta, en este caso la cámara fotográfica, sino también por el proceso informativo de cada fotoperiodista, sus costumbres e historias.
Por ejemplo, Fernando Brito, nos ha mostrado los atardeceres más bellos de Sinaloa y también cómo los paisajes mexicanos se empaparon de sangre; o Alicia Fernández, fotoperiodista de Ciudad Juárez, Chihuahua, ha documentado por años los feminicidios en una de las entidades con mayor número de violencia contra las mujeres.
Sus trabajos no son simples coincidencias. Fueron años de concientizar que la fotografía no es un acompañante de la nota, sino un género por sí mismo capaz de contar otro ángulo de nuestra historia pero esto implica una responsabilidad con la sociedad.
En «Retrato involuntario», Mariana Azahua reflexiona sobre la fotografía de la muerte: “Si el calor del cuerpo sigue presente, ¿se trata de un ser humano? Si ya enfrió la piel, ¿es entonces un objeto?”, estoy convencida que el debate va más allá de esto, la búsqueda de justicia implica no sólo a las víctimas directas, sino a sus familiares y a la sociedad, para que en medida de lo posible no se repitan estos hechos.
El fotoperiodismo no puede dejar de retratar nuestra vida cotidiana pero tampoco puede anteponer el nivel informativo al contenido humano y al respeto que se merece la sociedad.
Sin duda, el consumo masivo de la información retrasó por varios años este debate; cuando los medios de comunicación nos acostumbraron a buscar cada vez la imagen más sangrienta o escalofriante, un muerto dejó de ser noticia cuando llegaron diez, y estos quedaron en el olvido cuando aparecieron 30… y así sucesivamente.
La tradición fotoperiodística en México, nos educó en la idea de que las imágenes de violencia deben ser explícitas, porque así se vende, pero una fotografía estética, bien compuesta, bien iluminada, puede llegar a más personas por lo fácil de su lectura y con ello se vuelve más creíble.
Pensemos en las imágenes de Guillermo Arias, en Tijuana, o Christopher Vanegas en Coahuila, fotografías con una calidad estética implacable, acreedoras de premios periodísticos, pero que más allá de su belleza cuentan con una gran carga ética y respeto por las víctimas. Su trabajo es una muestra de que sí es posible hacer otro tipo de fotoperiodismo.
Sin embargo, todavía es común escuchar en diversas redacciones, “Yo por un muerto no voy a cubrir la nota, si no son más de diez ni vale la pena”. Es decir, perdimos la capacidad de asombro, de recordar que con la violencia en México no sólo los muertos son víctimas sino también la sociedad, y que a ellos se debe nuestro trabajo.
Las portadas de periódicos se convirtieron en trofeos para los criminales y para las autoridades; los editores pusieron a competir a los delincuentes para ver quién conseguía la mejor plana, y así fuimos deshumanizando esta guerra; le restamos responsabilidad al fotoperiodismo.
Para Roland Barthes, una fotografía cuando se hace con intención es por sí misma subversiva. Entonces, si la fotografía genera información y con ello impacto, ¿cuál es el objetivo de esta información?
En esta década de errores y aprendizajes para la prensa, diversos fotoperiodistas buscaron cómo contar de otra forma la violencia. Nuestra realidad es terrible, pero a través de su lente, han logrado que la propia sociedad recapacite del verdadero costo de la guerra.
“Geografía del dolor” a cargo de Mónica González, es una prueba de ello. Se trata de un trabajo que no se enfocó en los muertos sino en la ausencia y el vacío que han dejado los miles de desaparecidos. Las madres que han dejado sus vidas para tomar una pala y buscar en las fosas a miles de personas.
La guerra contra el narcotráfico aún está fresca, y mientras las violaciones a derechos humanos vayan en aumento, los retos para el fotoperiodismo serán cada vez más grandes; es fundamental que la capacidad de asombro por nuestro trabajo no se pierda y que en cada clic sigamos viendo a humanos, a familias, a gente que igual que la prensa han sido víctimas de una batalla que no eligieron.
Pese al buen fotoperiodismo que se está haciendo en México, deseo que en pocos años podamos voltear a ver las fotografías de mis colegas, y las sintamos tan lejanas a nosotros que sólo formen parte de un libro, de una exposición o de un recuerdo.