Me siento muy honrada de estar aquí con ustedes esta tarde. Principalmente por lo que WOLA ha representado para América Latina durante las constantes emergencias en el terreno de los derechos humanos. Me siento muy movida, también, por cargar el peso de un premio que personas a quienes admiro han recibido este año y en años anteriores.
Gracias a mi amigo Alfredo Corchado, mi paisano, quien viajó desde México para presentarme y porque está preocupado por la situación que vivimos en México.
Todavía no me acostumbro a estar aquí, arriba, en el micrófono. Yo debería de estar junto a las bocinas, tomando apuntes para armar una nota informativa del evento, pidiendo a los editores que esperen porque el programa está retrasado y los oradores excedieron su tiempo.
Pero con la violencia desencadenada en México a partir de la llamada “guerra contra las drogas” –la estrategia militar emprendida el sexenio pasado con fondos y apoyo estadounidenses a través de la Iniciativa Mérida, que continúa vigente– mi país cambió tan rápido que los periodistas cuando nos dimos cuenta ya estábamos tomando otros roles.
En esos tiempos yo fundaba con otras amigas periodistas que deberían de estar esta noche compartiendo conmigo este premio, una red que bautizamos Periodistas de a Pie, y que tenía como objetivo lograr que nuestras notas sobre los programas sociales ganaran espacio en los medios de comunicación.
Pero la violencia nos trasplantó en otro camino.
En mi caso, de ser una reportera que se dedicaba a cubrir la pobreza de pronto estaba cubriendo el hallazgo de fosas comunes con hasta 200 cadáveres y entrevistando a decenas de padres y madres itinerantes que habían caminado por todo el país buscando a sus hijos desaparecidos para ver si identificaban al suyo.
De repente yo ya no lidiaba con damnificados por desastres naturales sino que me encontraba con pueblos enteros desplazados por el huracán de la disputa territorial entre los cárteles o por las fuerzas federales por el control de las drogas.
Ya no reporteaba actos conmemorativos por los jòvenes (que hoy podrían ser abuelos) que fueron detenidos y desaparecidos durante la llamada guerra sucia de los años 70 y 80, en tiempos del PRI, sino que acompañaba marchas de madres y padres que cargan fotos a colores de jóvenes que fueron desaparecidos de apenas ayer, en tiempos de democracia.
La violencia nos cercó. Los periodistas tuvimos la opción de vendarnos los ojos y pasar por encima de la sangre sin mirar, blindar nuestros oìdos a los sufrimientos; o agarrar la cámara, la libreta, la pluma e ir a los lugares de los que la gente huye en estampida, y contar que en ciudades como Juárez, frontera con El Paso, Texas, de tanto asesinato la morgue estaba saturada, que la sangre escaseaba en los hospitales, que la ciudad se poblaba de tumbas jóvenes, que la gente s apretujaba en casas de parientes del otro lado de la frontera, que legiones de niños huérfanos todas las noches masticaban pesadillas y sin nadie que velara por ellos.
Yo he tenido la responsabilidad y el privilegio de poder contar semanalmente esas historias desde la Revista Proceso, un espacio de libertad en el que el equipo de reporteros se ha dedicado a documentar los nexos gubernamentales con los cárteles, los capos de la droga, la estrategia de guerra, la relación con EU, las sistemáticas violaciones de derechos humanos y las voces de las víctimas.
Las compañeras de la Red y yo que nos enlistamos a la cobertura de la violencia de inmediato supimos que estábamos impreparadas para cubrir la crisis humanitaria que estábamos viviendo. Así que pedimos ayuda a la ONU y a otras organizaciones para armar talleres con periodistas colombianos. De ahí surgió la decisión de cubrir la guerra desde las víctimas de la violencia que nadie escuchaba, que eran miradas con sospecha, obligadas a llorar en silencio, y los cuerpos de sus hijos echados a las fosa común de la impunidad.
Conforme la coyuntura nos lo exigía diseñamos nuevos talleres. A veces el reto era cómo entrevistar a niños traspasados por la violencia, cómo encriptar información para que no sea detectada, cómo se entra y se sale de zonas inseguras, cómo nos cuidamos emocionalmente para que lo que reporteamos no nos robe la alegría de vivir.
A los talleres de ciudad de México comenzaron a llegar periodistas provenientes del interior del país, mudos del susto, con la pesadilla atorada como catarata en los ojos, que nos contaban cómo los narcos, los policías o los políticos intentaban silenciarlos o habían callado para siempre a algún compañero. O de la oficina incendiada cuando estaban trabajando. De la granada que dejó a un compañero inválido. De las torturas de los narcos, protegidos por militares, a quien no quiso seguir órdenes. De la desaparición de amigos que seguían la pista a negocios criminales que involucraban a políticos.
Una mañana de 2010 de pronto estábamos en plena Avenida Reforma, cargando pancartas con las fotos de los colegas asesinados, tomando la calle para exigir justicia. Gritábamos que no queríamos “ni uno más”, que “los queremos vivos”, que nos queremos vivos. Ya intuíamos lo que después fue obvio: había una cacería contra periodistas.
Recuerdo que no nos animábamos a tomar la avenida. Siempre habíamos estado en las marchas entrevistando a los manifestantes que tapaban el tráfico con sus protestas pero ahora nos tocaba a nosotros. Los amigos de organizaciones de derechos humanos que ahí se encontraban nos decían: “Órale cabrones, no se rajen, para que vean lo feo que se siente”. Mientras marchábamos en silencio se acercó un colega para entrevistarme y me pidió que si le ayudaba a cargar el cartel que llevaba mientras él escribía mis respuestas. Cuando terminó le pedí que él tomara mi pancarta para ahora yo entrevistarlo. Al final nos preguntábamos ¿Con qué nombre se va a firmar la nota si nosotros también somos los protagonistas? De pronto, los que nos dedicábamos a dar la nota nos convertimos en la nota.
De ahí no paramos. Un día estábamos haciendo colectas por los periodistas exiliados en EU, subastas en apoyo a los que huyen al DF para salvarse de amenazas, campañas contra las golpizas policiacas o haciendo gestos simbólicos, casi invisibles, como limpiar la tumba de la valiente periodista asesinada Regina Martínez, quien era corresponsal de mi revista en Veracruz, y marchando al lado de sus amigos.
Muchos colegas nos preguntan si seguimos siendo periodistas o ya somos activistas. Porque, además del trabajo cotidiano de armar la nota del día, nosotros militamos contra el silencio, por el derecho de los ciudadanos a estar informados y el de todos a expresarnos, y porque no maten, desaparezcan o intimiden a otro más por hacer su trabajo, y porque los culpables encuentren castigo, y por nuestro derecho a la felicidad, ¡y porque lo que ocurre no es normal, porque no podemos acostumbrarnos, no podemos darle tregua a los silenciadores!
Ahí tuvimos que hacer unos ajustes a nuestra identidad. La mía y la de otros colegas que han creado redes de periodistas por todo el país para protegerse a ellos mismos y mantener a salvo la información. Porque saben que están solos: que no le importan ni a los dueños de los medios de comunicación ni al gobierno.
En un taller una periodista me preguntaba: ¿Sigo siendo periodista si lloro? Y yo pensaba ¿quién no lloró en esa caravana del dolor que cruzó el país y donde cada kilómetro aparecían decenas de almas mutiladas que habían tenido que callar que les habían matado a sus hijos? ¿Cómo no estremecerse al ver cada 10 de mayo la avenida Reforma llena de madres que no tienen que portar el pañuelo blanco de las Madres de plaza de Mayo en la cabeza porque las reconocemos bien y sabemos que sus hijos fueron desaparecidos y no están para festejarlas? ¿Qué debemos sentir cuando te llaman para agradecerte que en una línea de tu reportaje mencionaste el nombre del hijo desaparecido entre los más de 26 mil registrados sólo los últimos 6 años, o el de un asesinado entre los 70 mil en ese lapso?
Quien ha sido testigo de tanto horror, quien ha tocado algo de ese dolor, quien sacude entre las cenizas hasta dar con los sobrevivientes de esta violencia difícilmente vuelve a ser un alma en paz. La conciencia nunca deja de punzar. Ya no puedes borrar lo vivido.
Por eso, entre los mismos que nos organizamos para cuidarnos a nosotros hemos armado proyectos colectivos para recuperar la memoria de las víctimas. Para ponerle rostro, nombres, edades y sueños rotos a la estadísticas de muerte. Para que la sociedad (no sólo las víctimas ni los perpetradores) sepa lo ocurrido.
Aunque desde diciembre cambió el partido del gobierno y regresó el PRI, nuevas víctimas siguen llegando a la redacción de la revista donde trabajo para ser escuchadas mientras la mayoría de los espacios informativos les han cerrado la puerta de nuevo. Como por arte de magia en México se habla de paz y se quiere esconder a las víctimas debajo de la alfombra.
Las masacres siguen ocurriendo. Y en lugares como Ciudad de México desaparecen jóvenes al salir de bares. Y hay madres que hacen huelgas de hambre para exigir que les ayuden a buscar a sus hijos. Y hay periodistas amenazados buscando protección de los mecanismos gubernamentales que no funcionan.
La pregunta es: ¿Y ahora quién va a firmar la nota cuando silencien a todos? ¿Habrá nota?
Esta es una batalla que se libra en México en estos momentos contra el silencio.
Necesitamos crear las condiciones para juntar la información que tenemos anotada en nuestras libretas, y con expertos juntar las piezas para ver quiénes se beneficiaron con tanto dolor, cuáles fueron los mecanismos de la muerte, cómo se llevaron a cabo, cuál fue el papel del Estado en todo esto.
Por lo pronto lo que hemos podido hacer es caminar junto a las víctimas que exigen justicia y documentar sus pisadas. Como se les niega la verdad judicial aspiramos a que vean su verdad reconocida en notas de prensa, para que lo ocurrido quede en la memoria social, a manera de una comisión de la verdad en tiempo real.
Muchas gracias.