Ernesto Aroche Aguilar
Un asesinato estremece al gremio. Uno más. Uno más de una suma macabra –por impune– y dolorosa.
Uno más de una cantidad monstruosa que acumula dolientes casos sin resolver, cinco si miramos sólo los meses que lleva este año: Cecilio Pineda, Ricardo Monlui, Miroslava Breach, Maximino Rodríguez y hoy Javier Valdez, sí, Javier Valdez, el valiente autor de Los Morros del Narco, Miss Narco, Con una granada en la boca, MalaYerba, entre otros libros, y fundador del medio electrónico Río Doce.
Este año se sostiene la estadística: cada 22 horas en promedio, un periodista es agredido mientras ejerce su oficio de cuestionar, investigar e informar. También, cada 22 días se ha asesinado a reporteros. Y suman 32 si miramos todo el sexenio del priísta Enrique Peña Nieto: Gregorio Jiménez, Moisés Sánchez y Rubén Espinosa son tres de los más significativos, no sólo por ser periodistas veracruzanos de origen, la entidad que más ataques ha recibido en su libertad de expresión en los últimos años con el ex gobernador Javier Duarte a la cabeza, sino porque en los dos primeros casos se trata de reporteros de medios pequeños, que debían alternar su actividad periodística con otras formas de remuneración que les permitieran la subsistencia; Goyo haciendo fotos de bodas, Moisés conduciendo un taxi.
En el tercero, Rubén, porque los homicidas lo siguieron desde Xalapa, Veracruz; llegaron por él hasta un departamento de la colonia Narvarte, en el corazón de la ciudad de México y lo llenaron de balas. A él junto a cuatro mujeres más (Nadia, Yesenia, Alejandra y Mile).
Y si extendemos la cuenta hasta el año 2000, los fríos números nos hablan de 105 casos. Y ya no hay espacio que alcance para nombrar a tantos muertos, cada uno de ellos y ellas un impacto, una cuchillada a una frágil democracia que busca afanosa bocanadas de oxígeno y sólo encuentra plomo y más plomo.
En el año 2011, cuando Javier Valdez Cárdenas recibió el Premio Internacional de Libertad de Prensa del CPJ dijo: “En Culiacán, Sinaloa, es un peligro estar vivo y hacer periodismo es caminar sobre una invisible línea marcada por los malos que están en el narcotráfico y en el gobierno; un piso filoso y lleno de explosivos. Esto se vive en casi todo el país, uno debe cuidarse de todo y de todos”.
Y también dijo: “Esta es una guerra. Sí, pero por el control del narco, y nosotros, los ciudadanos, ponemos los muertos. Y los gobiernos de México y Estados Unidos las armas. Y ellos, los encumbrados, invisibles y agazapados, dentro y fuera de los gobiernos se llevan las ganancias”.
Ninguna respuesta del Estado ha funcionado. A finales del sexenio de Felipe Calderón se anunció la creación del Mecanismo de protección para personas defensoras de derechos humanos y periodistas. Un elefante blanco que de poco o nada ha servido para lo que dicen que lo crearon. Hace unos días Peña Nieto prometió el cambio de titular en la Fiscalía Especial para la Atención de los Delitos contra la Libertad de Expresión, un organismo que en seis años inició 800 carpetas de investigación por agresiones a periodistas y sólo ha resuelto 3 casos, 0.3 por ciento del total, según un análisis realizado por la organización Artículo 19. Sí, 0.3 del total.
En México existen 98% de probabilidades de que un delito quede sin castigo, pero en el caso de los periodistas la cifra es de 99,7%. Ésta es una de las razones centrales de por qué no cesa la violencia contra periodistas: porque los agresores se saben impunes.
En cada uno de los 105 homicidios, de las 50 desapariciones y decenas de ataques a periodistas, ha habido condenas de autoridades, incluso ahora del presidente Enrique Peña Nieto, pero todo se queda en palabras.
Las instituciones gubernamentales para proteger periodistas no funcionan. Al Mecanismo, por ejemplo, no se le asignó un peso en el presupuesto fiscal de 2017. Y el dinero de operación, resultado de un fideicomiso, se agotará en septiembre.
Nada hay en el escenario próximo que indique un cambio verdadero, no sólo de funcionarios como en la Fiscalía que tiene un nuevo responsable, Ricardo Sánchez Pérez del Pozo. Los expedientes se siguen acumulando. El último tiene el apellido Valdez, el Virgilio en el descenso a los infiernos del narcotráfico.
En 2011 Javier, en la citada ceremonia de premiación también dijo: “En Ríodoce hemos experimentado una soledad macabra, porque nada de los que publicamos tiene ecos y seguimiento, y esa desolación nos hace más vulnerables”.
Hoy quiero pensar que no estamos solos los periodistas, pero en un acto de transparencia, también, es claro que el 15 de mayo de 2017 al medio día mientras íbamos hilvanando los informes escuetos de su asesinato en una calle de Culiacán, muchos periodistas nos sentimos abandonados por la sociedad. Sentimos que nos han dejado solos. Los doce tiros en un supuesto robo de vehículo retumban en la cabeza: no, a Javier lo mataron aquellos afectados por su periodismo sobre narco y abuso de poder. No le demos vueltas al asunto.
Salimos a caminar, paramos un rato, lloramos y de alguna manera, pedimos que la voz de Javier Valdez Cárdenas no se extinga pues su trabajo de desentrañar el crimen organizado debe seguir teniendo el eco necesario, aunque tengamos claro, también, que si las redes de corrupción entre el gobierno y la delincuencia organizada mataron a Miroslava Breach como a Javier Valdez, entonces ningún periodista en México que emprenda con ética como fervor el ser útil a través del periodismo, está seguro.