Periodistas de a Pie :: Presentación de Entre las cenizas en Cuernavaca

Palabras de Daniela Pastrana, al presentar el libro y proyecto multimedia Entre las Cenizas. Historias de vida en tiempos de muerte en el Zócalo de la ciudad de Cuernavaca, Morelos. 23 de marzo de 2013.

Por: RedacciónPublicado: 25.03.2013

Fotografías: Lucía Vergara

Palabras de Daniela Pastrana, al presentar el libro y proyecto multimedia Entre las Cenizas. Historias de vida en tiempos de muerte en el Zócalo de la ciudad de Cuernavaca, Morelos. 23 de marzo de 2013.

Buenas tardes,

Quiero compartir con ustedes algo que escribí el último día de 2012, después de 20 meses de caminar con el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad y que creo que resume bien la génesis de este proyecto que venimos a presentarles:

El mensaje de Lucía y Gonzalo, mis queridos alumnos y becarios de Periodistas de a Pie, llegó a mi celular pasadas las 2 de la tarde, mientras caminaba por la calle de Medellín rumbo a la Ventanita, mi café favorito: “Dani, parece que mataron a Don Nepo”. Sentí un mareo y algo parecido a un calambre en el pecho, del lado izquierdo, como una comprobación empírica de que el corazón sí siente. A mi cerebro llegó la imagen de Nepo, dos semanas atrás. Yo salía de la oficina tarde y apurada, con ganas de llegar a mi casa. Él estaba en la sala de juntas de Cencos, junto a la puerta, en una reunión que apenas empezaba. Me detuve dudando. Quería preguntarle detalles sobre una confusa información que habíamos recibido sobre su hijo. Nepo volteó a verme y me sonrió. Nos despedimos con la mano y me fui a casa, pensando en preguntarle después. Ya no pude hacerlo y ese lunes 28 de noviembre sentí una inmensa culpa. Hablé con los chicos. “¿Está confirmado?”, pregunté, presintiendo la respuesta. “Sí, estamos en Serapaz y lo acaban de informar”, me dijo Gonzalo, con una voz tan triste, que por primera vez pensé si no era demasiado cruel llevar a estudiantes de 20 años a conocer esta guerra. Pero no había tiempo para esas preguntas. Teníamos que rescatar la entrevista que le habíamos hecho a Nepo en la caravana del sur y subirla a la página. Hablé a casa, para avisar que llegaría más tarde (y también, como siempre, para desahogarme). Luego avisé a mis amigas y cómplices en la cobertura de víctimas. Llegué al café y pedí un expreso doble. Y ahí, para sorpresa del joven sonriente que siempre me atiende, me senté a llorar.


Marcela Turati, que tiene un motor sin par cuando de periodismo se trata, comenzó a reunir testimonios de reporteros que conocimos a Nepo. Se publicarían en Cosecha Roja, la red de periodismo judicial de la Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano. Teníamos una semana para entregarlo. Cuando me lo planteó, respondí de inmediato que sí. Pero no pude. Cada vez que encendía la computadora me enfrentaba con una hoja en blanco. Y por más que trataba, no podía quitarme la losa de no haberlo esperado esa última tarde. ¿Habría encontrado, quizá, alguna pista importante? ¿Qué tal si era algo urgente, algo que pude publicar? Muchas veces he dicho a mis alumnos que lo más difícil de ser periodista en este país roto no es ni la precariedad de las condiciones laborales ni el miedo, sino la frustración que provoca este andar como merolico contando lo que vemos e investigamos a una sociedad anestesiada y a una clase política cínica y corrompida hasta los tuétanos. Nunca, sin embargo, sentí tanta impotencia, tanta pequeñez frente a ese monstruo voraz del poder. Porque desde el periodismo, la trinchera que elegí hace dos décadas, había hecho lo que me tocaba: entrevistarlo, contar su historia, seguir los pasos del movimiento por la paz. Y nada alcanzó para evitar su muerte, ni para que encontrara la justicia para su Jorge Mario. Quizá por eso, cuando llegó el dead line, yo seguía con la hoja en blanco. Marcela, Dani Rea, Pepe Gil Olmos, Ale Guillén y Gricelda Torres, escribieron cinco retratos de Nepo. Yo no lo entregué.


Finalmente, y después de meses de tocar puertas, conseguimos el presupuesto para escribir el libro que habíamos platicado muchas veces: el que en lugar de las historias de muerte, contara historias de resistencia. Era, desde nuestra perspectiva, la deuda del periodismo con la cobertura de la guerra de Felipe Calderón. En una cantina, a finales de 2011, Marcela, Dani y yo esbozamos los temas: Cherán, la Policía Comunitaria de Guerrero, la ruta de apoyo a los migrantes, el Movimiento por la Paz, las madres de desaparecidos, alguna de varias historias de Juárez que no se hubiera contado, otra de los jóvenes y niños recuperados del narco, alguna de periodistas y de la resistencia cibernética, y un par más sobre la memoria (en ese momento no sabíamos qué, sólo que teníamos que incluirlas). Perfilamos también la versión multimedia y algunos nombres de periodistas y fotógrafos que podrían participar. Entonces, las dos me miraron con inusual seriedad. “Tienes la mano para elegir: ¿Haces lo del movimiento por la paz, o prefieres alguna de las otras historias?”, preguntó Marcela. Y yo, que nunca he sido de reacciones rápidas, tomé varios minutos para contestar. Pensé en todo lo que había llorado ese año, en los cambios de humor que tuvieron que aguantar los que me quieren, en el trabajo que ya teníamos encima en Periodistas de a Pie para 2012. Luego recordé a Araceli, llorando de rabia en Coatzacoalcos por la estupidez de un periodista; a Julia y Roberto, que me contaron su historia en un incomodísimo viaje exprés a Monterrey; a Melchor y Nepo, cuando los conocí caminando hacia la gran ciudad de México. Y entonces dije: “Sí, yo lo hago”. Así llegué a “Las voces de la guerra”, que es, con mucho, la crónica más difícil que he escrito en casi 20 años de periodista. La primera versión, la más ambiciosa, fue desechada por cuatro colegas, autores de otros capítulos. Las siguientes diez las deseché yo. El Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad tiene tantas complejidades, tantas contradicciones y tanta legitimidad en las demandas, que ser justa con sus causas y hacer la crítica necesaria se me convirtió en una obsesión. Al final, Nepo me dio la salida. Contar su historia, esa que no había podido hacer para Cosecha Roja, me permitió hilvanar un texto que entregué tarde y excedido de tamaño. Y no sé cuántas veces habrán renegado Marcela y Dani por dejarme elegir el tema, ni cuántas veces se enojaron conmigo, pero discutí con ellas hasta las últimas horas, antes de que entregaran el libro a la editorial, desde algún tramo de la caravana en Estados Unidos.


Leí el resto de las historias de mis colegas para la presentación del libro en la FIL de Guadalajara y lloré de nuevo con los videos que hicieron Celia y Pepe sobre el movimiento. Poco después, Alma Delia Fuentes, la jefa de cnnMexico, me pidió un trabajo que bien puede ser el epílogo de la crónica: lo que ha pasado en el movimiento después del primer año, donde se cierra “Las voces de la guerra”. Pero no regresé a ese texto hasta que, quizá por la nostalgia del cambio de año, el 31 de diciembre me atreví a releerlo y a re-llorarlo en soledad. Es una memoria breve e imperfecta de una guerra infame, que no debemos olvidar –ni dejar que se olvide– con el cambio de gobierno, y de una resistencia a prueba de todo (a veces creo que hasta del propio movimiento). Gracias a todas y todos los protagonistas por dejarme estar ahí. Mi deseo más profundo es que encuentren una respuesta que dé a sus corazones la paz que merecen y la fuerza para seguir en pie.

En cinco días se cumplen dos años del asesinato de Juan Francisco Sicilia Ortega, Jaime Gabriel Alejo Cadena, Julio César Romero Chávez, Luis Antonio Romero Chávez, Jesús Chávez Vázquez, Álvaro Jaime Avelar y María del Socorro Estrada Hernández. Esos asesinatos, los número 40 mil y tantos del conteo de bajas colaterales del gobierno de Felipe Calderón, marcaron la ruta a una sociedad que estaba paralizada por el horror de una fiesta de muerte.

Cubrir el movimiento por la paz implicó para los periodistas que lo hicimos un enorme reto. Todos lloramos durante las caravanas y más de uno me ha confiado que le cambió la vida. Para mí, fue un reto quizá solo superado por el de escribir un capítulo sobre el movimiento por la paz.

Lo cierto es que, independientemente de lo que pase ahora –porque los movimientos sociales no son estáticos, siguen procesos, mutan— el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, que nació aquí, en esta ofrenda, puso al país frente a un espejo y le mostró su cara más fea. La cara horrible del dolor. Y ese espejo hizo que mucha gente saliera de su zona de confort y entendiera las dimensiones de la tragedia que hemos vivido. Pero no sólo eso, también multiplicó las experiencias y fortaleció a las víctimas. “Despertó a una sociedad civil dormida de agotamiento”, escribí en la crónica.

Eso me quedó muy claro hace unos días, cuando presentamos este proyecto en la Escuela de Periodismo Carlos Septién García, donde doy clases. Ahí, Araceli Rodríguez (madre de un policía federal asesinado) pidió a los estudiantes que cuando salgan a la calle como periodistas y tengan que cubrir estas historias sean sensibles, que no les hagan más daño a los que ya sufren, porque cada pregunta hiriente los vuelve a matar.

Y cuando los chicos me entregaron sus trabajos, todos coincidían en algo: vieron en Araceli a una mujer fuerte. Profundamente lastimada, sí, pero muy fuerte y dispuesta a seguir luchando por la justicia y por la verdad. Creo que eso es lo más valioso de todas las historias que contamos en “Entre las cenizas”. Por eso los invito a leer el libro, a ver los videos y reproducir su mensaje.

Muchas gracias.

Comparte este contenido